Monday 23 February 2015
Sunday 22 February 2015
Niños Autores
Historia de la Unicornio Isabela y la princesa Morita
por Juan Maria - 5 años
Érase una aldea muy bonita llamada El
Moral, rodeada de bosques y de cultivos de frutas y verduras y muchos caballos,
unicornios y pegasos.
La gente era muy alegre y todos los
domingos hacían festivales de baile y música. Entre concierto y bailes, se
desarrollaban competencias de cosquillas y de sacos.
Los campesinos sacaban su cosecha para
la venta en una plaza redonda rodeada de flores y de un corredor para los
caballos, los unicornios y los pegasos del pueblo.
Un domingo de primavera Morita, la hija
de los reyes de la aldea vecina llamada Cachipay , llego en compañía de sus
hermanos a conocer el famoso festival del Moral.
Pasaron un rato muy agradable, bailaron,
cantaron, comieron las delicias que se
ofrecían en la feria, hasta que, atraída por un inmenso pájaro de colores
rosado,azul y verde, Morita recorrió un largo trecho, llego al bosque y ahí se
perdió.
Trato de volver y se encontró con un
personaje extraño, de pelo verde largo y muy lacio, con vestido largó de color
morado, pintorrejeada la cara con distintos dorados. Aperada de una voz aguda
le preguntó: niña, que haces acá? Ella, azorada, le contesto: estoy perdida en
el bosque y ya está oscureciendo y tengo que volver a mi comarca.
No te preocupes, niña, yo te ayudo a
volver a donde tus hermanos.
Gracias, dice la niña, y confiada se
dejó llevar por esa persona tan extraña.
Empezaron a caminar y caminar por muchas
horas, hasta que llegaron a una casa grande gris con solo dos ventanas y una
puerta muy grande.
Entraron, la niña dijo: por favor yo no
quiero estar acá, quiero irme a mi casa, a lo que la mujer le contesta:
Olvídate de volver a tu casa, es imposible, te vas a quedar acá. La niña empezó
a llorar, y a llorar hasta que se quedo dormida.
Al otro día se despertó y se encontró
con que estaba sola en la casa, en un cuarto en el segundo piso, encerrada bajo
llave. El cuarto no tenía sino una ventanita y había un cuadro con un caballito
blanco y un florero con rosas marchitas.
Ella abrió la ventana y entraron inmediatamente tres pajaritos
amarillos con negro y unas mariposas
con alas azules y rosadas.
Cada uno de los pajaritos llevaba distintas
frutas: uno llevaba moras, el otro llevaba bananos y el otro, fresas. Las
mariposas llevaban galletas y, de pronto, entraron unas abejas cargando un
cuesco rellenó de deliciosa miel.
La niña comió feliz pues estaba con
mucha hambre. Súbitamente empezó a llover y saco el florero por la ventana y lo
lleno de agua lluvia. De esta manera pudo calmar la sed.
Empezaron a bailar y a cantar Morita,
los pájaros, las mariposas y las abejas.
De pronto, oyen un ruido en el cuadro,
que parecía unos relinchos y baja del mismo una unicornio, conocida en la aldea
como Isabela, monto a Morita en su lomo y salieron por la ventana.
Volaron y volaron hasta llegar a una
gran finca con cultivos de rosas, moras y fresas. La unicornio aterrizo en la
mitad de la finca junto a una casa rodeada de árboles y jardines de rosas.
Había un establo con muchos caballos, unicornios y pegasos.
Salió de pronto un joven príncipe
llamado Daniel y le dio la bienvenida a Morita.
Finalmente ellos se casaron, vivieron
felices y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
Tuesday 17 February 2015
El Día que Enterré la Gaviota
A R A T H I A M A I T R E Y A
E L D I A
Q U E E N T E R R É
L
A G A
V I O
T A
L
Moreover, although man has not yet
really
heard
and understood the message of the sages,
“know thyself”, he has accepted
the
message of the thinker, “educate
thyself”,
and what is more, he has
understood
that the possession of
education
imposes on him the duty of
imparting
his knowledge to others.
Sri Aurobindo *[1]
The
Human Cycle
Auroville
–India- Enero 16- 2001
Los cuadernos de ARATHIA
MAITREYA, han sido escritos, en su original, en caligrafía manuscrita, en los
que no existe en absoluto, enmienda, tachaduras, o cambio de vocablos. O de puntuación.
Ella misma los ha transcrito en manuscrito
dactilografiado, escogiendo la forma más conveniente para su impresión
final, incluyendo dibujos, incluso, que en ciertos cuadernos no pudieron
copiarse con la apropiada precisión.
Dichos dibujos, forman parte integral de este
mensaje “Maitréyico”, siendo el original, obvio, el más válido para su momento
de expansión áurica.
ARATHIA MAITREYA, recompone así, la dimensión
escrita-hablada-dibujada, en un solo vacío.
En una sola línea. En un mensaje
único, en que el respiro no cambió, ni vibró en otro tono que no fuera el Primero. Ese real, que inspirado en la LUZ, forma el
Canal Sublime.
El REAL, motivado por el Prana de quien conoce el SOL, y es
su Habitante.
En estos Cuadernos se incluye, además, LA CARTILLA DEL
PANDA, que ha sido escrito por un "aspecto" o "Conciencia
diferida" dentro de la UNIDAD TOTAL en que ARATHÍA-MAITREYA Es. Y es en este Cuaderno, en realidad, que
ARATHAIA anuncia ahora ese esperado Paradigma.
La NUEVA CREACIÓN es una realidad.
El día que enterré la gaviota, yo tenía
cinco años. Todavía me acuerdo de ese
pequeño aliento saliendo de su pico como si fuera una oración. No sé por qué pensé que era el aliento de una
diosa. Una manera de salirse del cuerpo
de gaviota, que nadie comprendió. Que
nadie vio ni oyó, en su forma primera.
Así la oyó decir.
Y no entendió al comienzo. Porque no era la voz de un ser dotado de un
acento primordial, pues era como un trino.
Así le pareció. Se extendía el
rumor como una lluvia de verano y ella pensó que era muy tarde y mejor
regresar, porque la abuela la esperaba para enseñarle los bordados y a hacer el
dulce de guayaba, pero quedó prendada de ese acento con ritmo tropical. Y no supo por qué se le ocurrió aquella
medida. O sea, eso de “ritmo tropical”
sonaba a decadente. Se le estaba
enredando la madeja, le iba a decir la abuela, cuando ella le contara aquella
historia.
Y a
lo mejor la abuela conocía también el resultado de todo ese delirio que comenzó
a salirse de su cauce. Así fue en
realidad, la verdadera historia.
La
que contó y contó por años y años, y nadie le entendió. O mejor dicho, la comprendieron al principio,
cuando ella comenzaba… y entonces ella dijo: “el día en que enterré a la gaviota, yo tenía cinco años.” Y allí se detenía el fluido auditivo. Nadie tenía oídos para el resto. Porque era fatigante, eso era obvio. No es fácil entender ni mucho menos es fácil
resistir una historia sin cauce ni sonido preciso, pues simplemente fue como un
suspiro de quien te dice la verdad y luego deja de existir.
Así
le iba explicando aquella voz de pájaro cantor y así se le olvidaron el dulce
de guayaba y los bordados de la abuela.
La vi
con estos ojos que no podían de tantas lágrimas y la sentía batir las alas en
un intento de volar hacia regiones del azul, pero era un estertor. Yo le di agüita en la cuenca de mi mano, y
ella bebió un sorbito, y nada más. Sus
ojos me miraban como esperando un rito que yo no conocía y entonces la acuné,
como a una niña herida en la rodilla. Le
acaricié las patas. Di un soplo a las
plumitas, que comenzaban a erizarse y entonces la extendí encima de un
montículo de tierra y creo que eso fue lo que quería. Porque cerró los ojos y se calmó el tremor,
al fin. No sé por qué no la quería mirar
de frente. O a lo mejor era el temor de
ver aquella herida que los muchachos le habían hecho a punta de garrote. O a lo mejor era la sangre, que le corría sin
parar, por ese cuerpo inmenso del color de la nieve y convertía todo en un
paisaje oscuro para mí.
Tenía
cinco años ¿ves…?
Y
ella dijo que sí, por contestarle algo.
Pero no supo cómo ni por qué se comenzó a sentir algodonosa, como
perdiendo el cuerpo, que comenzó a sumirse en la corriente de sangre de la
gaviota, mientras la voz de pájaro cantor seguía con la historia.
No
pude levantarla de su sitio, cuando dejó de respirar. Sus alas parecían dos velas de navío que
fueran a salir de nuevo a pleamar y comencé a quitar la tierra, poco a
poco. A lavarle la sangre, con el agua
marina, que traje en una cuenca de totumo.
Pero era inútil la faena. Era
mejor dejarla así. Cubierta por la
sangre, que se volvía grumosa y entonces esperé. No sé por qué… Me pareció que ella me lo pedía desde adentro
de su ser y que aquella oración ahora estaba en mi memoria y comencé también a
repetirla.
¿A
repetirla…?
Sí. Allí estaba grabada. Era el sonido de las aves marinas. Esas que vuelan desde la orilla de la playa y
cruzan el espacio, como si nos dijeran que hay que dejar un día la aventura
terrestre y continuar buscando más allá.
¿Quieres
decir, buscar en las alturas…? Y lo dijo
en un susurró, y en realidad no supo por qué la interrumpió.
Buscar
adentro, adentro…
Así
fue su respuesta. Y así se fue acallando
ese rumor de silbo de pájaro que ella se imaginó una vez que era la voz de la
conciencia. Pero no.
La conciencia no
tiene resplandores ni posee sonido. Ella
es la única presencia que detiene las huestes del oscuro: eso aprendió después.
Pero esa es otra
historia.
La que vivía ahora
no era la historia de la vida, sino la historia de la muerte, de una gaviota
que volaba por los mares del sur y decidió comerse un caracol, pues aunque le
gustaban más las mojarritas y sobre todo los erizos, sobrevoló la playa oscura
del Pacífico y aterrizó con la patica que no era.
Al menos eso
parecía. Poner el pie derecho cuando te
levantas, ante todo. El pie izquierdo es
pesado. No tiene la dulzura del derecho
y es mejor prevenir, eso decía la gente… y la abuela se reía, por supuesto,
pues ella no creía en chilindrinas.
La derecha o la
izquierda, la pata de la gaviota decidió su destino en aquel día en que ella
estaba bañándose en la orilla, pues había viento de mar y era muy peligroso
dejar llevarse de una ola. Así siguió
contando, mientras que los azules comenzaban a dibujar hormigas en el
cielo. Y quién sabe por qué eran
hormigas… Otras veces miraba las
estrellas y ellas también le parecían hormiguitas, pero mejor no andar por el
vacío pues ella continuaba contándole la historia de la pobre gaviota que
aterrizó con la patica izquierda, y no alcanzó a comerse el caracol, pues dos
muchachos zambos salieron de la nada, así le pareció, pues no los vio ni los
sintió: sólo escuchó aquel garrotazo, y luego y el otro… y luego el otro… y
entonces me sentí volar. Como si todo
fuera aire y yo tuviera el don de atravesarlo, pero no creo que
comprendas. Es difícil.
Y pues no. No comprendió al comienzo. Pero a medida que avanzaba, ella vivió
aquella presencia de la gaviota y de su muerte, como si fuera suya. O sea, la dimensión en que ella la inmergió
la fue desamarrando de su sitio. La fue
desentumiendo, mejor dicho. Porque se dio
más tarde cuenta que ella andaba en muletas, para mejor decir.
Estaba desalada…
Tirada en esa orilla de la muerte y me miraba con los ojos de diosa de los
mares y yo la comprendí.
Andaba ciega,
entonces… porque tenía cinco años, y a
los cinco años uno no puede ver ni oír las cosas de la vida.
¿Tú no crees…?
Y ella le respondió
que no sabía. Que ella a los cinco
andaba jugando con muñecas y conversándole al osito y pidiéndole a la abuela
que le contara cuentos de hadas. Que a
su mamá la molestaba mucho que ella se acomodara en el balcón a ver pasar las
moscas, o a mirar las hormigas en las nubes, y así se acomodó mejor en su
butaca y retiró cualquier inconveniente que molestara a nadie.
Así pasó la
vida. O mejor dicho, así la vio
pasar.
¿Tú crees en los
espíritus malignos…?
Así le
preguntó. Y su mirar de fuego la cubría,
mientras la escudriñaba adentro, adentro…
No sé… la interrumpió con un tremor intenso en las
espaldas y se cubrió con su ruanita y entonces ella dijo: no hay que temer al
Dios de los olimpos cuando éste es sólo de trapo… Y allí la dejó fría. Todo el cuerpo.
¡El Dios de los
olimpos…!
Así siguió la
historia, en que ella acomodaba y desacomodaba con ese silbo de pájaro por voz
y dibujaba aquel paisaje del mar embravecido y aquella arena gris, donde la
sangre de la gaviota quedó como un pegote.
Roja. Roja…
Como las rosas de
la abuela, se acuerda que pensó, pero ella no dió tiempo a continuar abriéndole
la puerta a la imaginación, que comenzaba ya a volar en las regiones de la
muerte, donde aquella gaviota descendía, con la velocidad con que habitó en la
vida. O sea, con la destreza con que
aprendió a volar en los ascensos más impresionantes que una gaviota había
logrado, jamás de los jamases.
Eso le dijo ella,
que parecía saber la vida de la gaviota con pelos y señales. Y no le preguntó cómo entendió aquel código
sin voz, pues la gaviota agonizaba, cuando ella le pudo arrebatar su cuerpo a
la sevicia de aquellos zarramplines con cara de zumbambico. Se reían a mandíbula batiente, así se lo
explicó, y les parecía la proeza más valiente de todas las proezas, el haber
agarrado a la gaviota en pleno aterrizaje y ¡zzzuuuaaaázzzz! tres garrotazos… y
la gaviota al suelo, hermano… y quedó tiesa, como un pollo.
Como una diosa
herida a muerte, le repitió con voz de silbo de sinsonte. Y la muerte, en general, no acomete a las diosas
en esa forma vil.
Ellas se van cuando
les da la gana…
Así le fue
explicando, y así ella se durmió… con el rumor de aquella voz de ritmo
tropical, que no cesó de repetir que las gaviotas tienen alma de serafín. Que vienen a la tierra para expandir ese
sonido que la raza humana no conoce, porque no tiene oído, todavía. O sea, somos sordos.
Sordos y ciegos…
Y fue lo último que
oyó, pues lo demás se fue enredando entre el ruido de las olas del Pacífico y
el grito de los micos, encaramados en las palmas.
Tienes que recordar
lo que te estoy contando…
Y ella dijo que
sí. Que se recordaría. Pero hoy que lo repite no sabe si
exagera. Si lo que dijo ella, o lo que
dijo la gaviota, o lo que no se dijo, mejor dicho… Se le volvió un enredo, y todavía cree que si
la gente va a decir, que si la abuela dijo, o que no dijo…
Y quién la va a
entender, si desde entonces anda como lela.
Como si un rayo la hubiera obnubilado en su caída repentina. Pues no había nubes, ni siquiera. Y los
azules que dibujaban las hormigas, se había ido hacía un rato y cuando ella le
dijo: tienes que recordar… el cielo estaba límpido y sólo el grito de los micos
la distrajo un momento. Pero no fue un
momento, ni siquiera.
Fue un dulce
caminar por entre hermosas amapolas y un duro sumergirse en la dulzura de su
aliento, porque las amapolas sienten, eso dijo.
Y ella no tuvo tiempo de pensar, ni de contradecir tantas palabras sin sentido, pero el sentido no
importaba. Así le recordó, y ella no
supo si admitir que todo en esta vida le había parecido como un sueño, que no
le conducía sino imágenes necias y gente de otros cuentos, pues no tenían
color. O si tenían, no era como el
suyo. No me voy a acordar de tanta
pamplinada, resolvió de repente, y se volvió a dormir.
Entró en ese
desierto, donde volaba la gaviota, en medió a los graznidos de los cuervos y
esperó y esperó…
Nada movía las
arenas, le contó aquella noche, cuando ella no esperaba que le siguiera con la
historia. Se había olvidado de su
huésped y aparecía o no, con unas viandas, o con agua, mientras que respiraba
de una manera extraña.
Así se puede ver
mejor, le explicó esa mañana, y entonces comprendió que era mejor guardar
silencio, cuando no se llegaba a la verdad de quien no tiene pelos en la
lengua. Ella decía “verde” y verde había
de ser. Así le pareció. Mejor dejar que todo fuera quieto y del color
que ella quisiera, pues no iba a quedarse sin el resto del cuento, en que
aquella gaviota navegaba perdida en el desierto.
¿Y cómo sabes que
ella estaba perdida, si las gaviotas tienen un instinto de rosa de los
vientos…? estaba por decirle, cuando la vió atareada con algo que parecía un
cuenco de totumo. Hablaba con el aire,
pues comenzó a contar y más contar, mirando el horizonte con sus ojos de pájaro
nocturno y nunca más se dio por aludida de que ella estaba allí. Y bebía y bebía del cuenco de totumo, como si
fuera algún ritual. O al menos eso
parecía.
Las gaviotas no
tienen dirección, ni medida. Ellas son,
en su vuelo, una expresión de lo divino.
Manejan su cadencia como si fuera aquella flecha, que sale disparada del
arco del arquero, que conoce su oficio.
No van a perecer en los vuelos nocturnos, ni van a diluirse ante los
huracanes, pues saben guarecerse, acostumbrarse al ritmo de los vientos, ver en
la ausencia de luz y no conocen la distancia entre el miedo y la mente, pues
nada de eso tienen.
No hay que pedirle
a una gaviota que siga el ritmo de tu visión de ciega del espacio, pues para
ella “espacio”, no es otra cosa que su centro, donde vuela y percibe. Donde mora y enseña a sus polluelos. Donde el observador la ve y nunca la percibe,
en su mirar de ciego. Claro está…
Y a ella le pareció
que aquella perorata se la estaba dejando como quien quiere y no, al lado de
sus zapatos. Qué medida tan baja… la oyó
decir de pronto. Y entonces consultó con
su reloj, si era la hora de dormirse, pues se caía de sueño y aquella voz de
pájaro cantor, seguía contando al viento del poniente la historia de la gaviota.
¿Tú crees en el
espacio que no contiene nada…? decía con su silbido de ruiseñor y el viento
silencioso… Nada turbaba la quietud que
el mediodía contenía en su calígino esplendor y nada disipó la risa que sintió,
cuando aquella pregunta cruzó su percepción y comenzó a bajarle por la médula y
siguió su caminito de hormiguita viajera, hasta llegar al centro del estómago y
allí se convirtió en una especie de corriente, que la dejó temblando. Por qué… no lo sabía. Pero la risa adentro se expandió como un
globo que se infla y comenzó a roerle las entrañas y entonces ella la miró,
como quien mira a un mico parlanchín.
Así fue su impresión.
O a lo mejor todo
eso lo inventaba, con tal de separarse de esa extraña manía que había tenido
siempre, de creer en todo lo que fuera un producto extraordinario, lo que no
pocas veces le causó dolores de cabeza, regaños de la abuela y peroratas de las
monjas.
¡Cómo te dejas
convencer por el primer filipichín que venga a recitarte los “poemas de amor y
una canción desesperada”, diciendo que son suyos…! ¡Se necesita ser tarada…!
Y allí estaba
clavada… oyéndola contar y más contar al viento de la tarde, las cosas más
extrañas y nadie iba a creerle. Ni la
abuela, ni Dios, ni el oso de peluche…
Había una vez, en
mi imaginación, una isla encantada llena de palmas y olores tropicales, de una
hermosura tal que decidí que iba a encontrarla. Así contaba la gaviota. Y vuele que te vuele, un día la divisé. Con la ayuda de Kutur, claro está. El estaba pendiente de todas las corrientes
que en trópico abundan y que pueden llevarte del oriente al occidente, en un
cerrar y abrir de ojos y allí pierdes la vida, tratando de encontrar una
salida.
Kutur lo sabe
todo. La brisa, las corrientes, los
huracanes escondidos en forma de viento suave, la contención de las
mareas. El sabe, porque sí. Porque contiene todo en su centro receptor,
que es como un mapa sideral. Y en sus
aletas trae la fuerza de su aliento y en su cola un tremendo poder de
distensión. El puede ser como un volcán
en erupción, o puede contener la risa en una forma, que todo se divide y no hay
manera de parar esa corriente que él produce, con sólo someterse a la tensión
sublime que lo es.
¿Kutur…? se
preguntó, pero era apenas la impresión la que salió de alguna parte del
cerebro, que andaba oyendo y no, toda la historia de la gaviota como si fuera
ella la que estuviera allí, a sus piés, como un polluelo. ¡Qué tontería…! pensó… pero se sometió a la
ley de la paciencia, como decía la abuela, que jamás se durmió cuando ella
comenzaba con sus historias de payasos.
O de su amiga tonta, la que nunca sabía dónde quedaba el sur, ni si el
sol se dormía o se escondía, o simplemente se desaparecía, porque sí…
Y aquel cantor siguió su historia. O así le parecía, pues el silbido de pájaro se
confundía con las olas, que iban y venían, que iban y venían, seguían yendo y
viniendo… yeeeendo y viniiieeendo… yeeen…
¿Kutur tiene
radar…?
Y ella que no. Que no es radar. Que es algo poderoso, que sólo los delfines
poseían. Un centro radioactivo, para
mejor decir. Algo que sale de su centro
de contención diatónica… y entonces se
perdió.
La explicación
seguía midiendo su paciencia y la curiosidad, que no paraban de inquirir…
¿Por qué escogiste
aquella isla…? ¿Cómo supiste que allí
podías encontrar lo que andabas buscando…?
¿Dónde tenías los hijos…?
Porque eso fue en
la época en que me dedicaba sólo a aprender el ritmo de mis alas. No tenía tiempo para más. Hacer polluelos no fue mi todo, en este
mundo. Eso se lo dejé a los que andaban enredados con los delirios del espejo.
Yo decidí que tenía que alcanzar la perfección del ritmo magno y la ardentía de
mi anhelo, me llevó a construír un cuerpo diferente. Este que ahora ves, no es otra cosa que la
prueba de mi querer, a toda prueba, cambiar de ritmo y de sonido.
¡Sonido…!
interrumpió…. pero nadie la oyó. La
gaviota dejó por un momento de contar. O
sea, la voz de pájaro calló y todo se inmergió en ese atardecer, donde vagaban
ella, Kutur el delfín, y una palabra extraña, que comenzó a dejar como una
estela en la capa salina de las aguas doradas.
Así le parecían.
Aguas de sol… mi
amiga, dijo el delfín con tono dulce y cantó esa palabra y la conminó a que
repitiera su ritmo azul: así le dijo.
Arith-Mithó… Arith-Mithó…
Y ella cantó y
cantó, hasta que se sintió flotar como si fuera ella la gaviota y Kutur aquel
guía, que le iba a mostrar aquel camino hacia la isla de sus sueños.
Mide no más la
altura de tu cuerpo, divídelo por dos, entrégate a la sabia dirección de quien
te es, y olvídate del resto…
Así le dijo esa
mañana, en que las olas estaban encrespadas y el cielo gris, como de plomo, y
ella pensó y cómo voy a dividirme y a medirme mi cuerpo a estas alturas, si no
poseo un elemento que me sirva de medida y no alcanzó a pensarlo, cuando sintió
que la medían: de arriba para abajo. Era
como si la estuvieran precipitando en el abismo. O como si las olas la fueran a engullir y
nada la pudiera rescatar de aquel desastre.
No pudo respirar. No la dejaba el
miedo que sentía, pues comenzó a temblar, como si todo fuera un ritmo ciego…
así le explicó él, después de que pasó esa primera etapa.
Etapa de esplendor
en los espacios ciegos, así la llamó Kutur.
Y ella no dijo nada, ni preguntó jamás de los jamases, por qué era así y
no asá… pues Kutur dijo: aquí no se
pregunta. Aquí se es lo que se ES… Y allí se terminó toda inquerencia. La sinrazón comienza a ser, lo que no ha sido
nunca… oyó la voz de la gaviota, que quién sabe de dónde regresaba, a
recomenzar aquella historia ¡adentro de ella misma!
¿Quieres saber de
dónde vengo…? Pues bájate del trono
donde te acomodaste ¡y siéntate derecha…!
Se va a quebrar el ritmo de mi centro, si no lo acudes como debiera ser.
Y así ella se sentó
en aquel portal de arena suave y gris y comenzó a cantar lo que su voz
quisiera, pues nunca pudo dirigir, ni mucho menos entender, lo que decía su
voz, que nunca supo por qué se enloqueció de esa manera tan tremenda.
Es porque tienes la
flecha disparada y ahora sientes lo que es volar en pleno océano.
¿En pleno queeeé…?
Nada tenía sentido,
por supuesto. Y comenzó a dejar entonces
todo lo que pudiera sostenerla en realidades “necias”, o “vacías”, como le dijo
Kutur, que eso se llamaba.
No tienes que
pensar en lo que no se puede realizar, en zonas de neutrones positivos. No hay que dejar que el tono se reviente,
cuando no tienes ni siquiera el diapasón dispuesto a la aventura. ¿Sí, o no…?
Y ella no dijo sí,
como tampoco dijo no.
Mejor dejarlo a la
sapiente que dirigía este concierto y comenzar el sueño, que la habría de dejar
en otra realidad. No le gustaba ese
rumor que su cerebro había empezado, como de máquina sin fuelle.
Nos vamos,
compañera…
Eso fue lo que oyó,
y sintió el balanceo de su lomo y se agarró a la aleta superior, pues él partió
como un cohete que va a cruzar los cielos y quién iba a saber a dónde irían a
parar…
No vamos hacia
ninguna parte, ni muchos menos esperes recompensa cuando ganes el vuelo, pues
aquí no hay competencia que te regale bicicletas, o patines, o carros a la
moda. Aquí se tiene que tener el ritmo
de las olas y la cadencia de los vientos.
No me mires así, que de nada te sirve la inquerencia pasiva.
Y ella no dijo mu.
Se quedó pensativa,
sin pensar. Y por supuesto que nadie iba
a creerle, cuando contara aquella historia, de un vuelo en el océano y un
delfín que le hablaba. Y sobre todo la
historia de la gaviota.
Eso era punto
aparte.
Pero no se arredró,
pues ya andaba metida hasta la coronilla, en la aventura de la vida que no
tiene final, o del final que lo conduce a uno a la aventura de la vida, o de
ese vado que uno cruza, sin cruzarlo, porque no tiene puerta, ni mucho menos
llave y ¡qué charada, señor mío…! pero
mejor mirar con atención lo que el delfín hacía, no fuera a perder ritmo y
terminar como una momia.
Así le dijo Kutur,
que se partió de risa, cuando ella aterrizó como una palomita que no tiene
timón en las alitas y cuando menos lo pensó, se vio tendida en esa arena, de
color coralino. No hacía resistencia a
la presión, que comenzó a azotarla por todos los costados. No había para qué. Le había explicado Kutur, que aquella
sensación era ficticia. Que lo mejor era
observar. No dejarse llevar por la
corriente de los nervios, que estaban tensos y asustados. No mirar hacia atrás. Así le dijo.
Y ella miró hacia
el norte, por si acaso.
No había que
perderse en laberintos que no existen.
Te los inventa esa señora que está en “el campanario”, como llamaba
Kutur a la mente. Tienes que hacer lo
que tienes que hacer, sin pensar en el cómo, ni en el cuándo. Y ella pensó de nuevo, sin pensar… Se estaba acostumbrando a ese vacío azul, que
le llenaba todo el cuerpo, incluyendo el cerebro, que comenzaba a navegar por
las regiones más extrañas y más articuladas, en las que sólo había sonido
grave. No se escuchaban los agudos, ni
se enteraba de nada que no fuera armonía en las esferas íntegras, como supo más
tarde que “eso” se llamaba.
Pero no había que
pararse a acomodar los restos de naufragios, ni mucho menos perderse en
referencias que no nos pertenecen, porque no tienes ya la marca de los mundos
inferiores. Y ella decía que sí, a todo
lo que fuera, pues no tenía razón el reflejarse en zonas de otros, ni mucho
menos hablarle a aquella sombra. El fin
estaba cerca.
Kutur hablaba sin
hablar y ella adquiría el sonido muy cerca al corazón. Así le parecía. La gaviota decía siempre sin decir, lo que
ella imaginaba que tendría que ser, como si fuera un alfabeto que se fuera
escribiendo y ella leyera sin leer… ¡qué historia, madre mía…! Y si contara menos y escuchara con más
concentración en las pupilas, a lo mejor podría decir lo que no se podía, con
palabras. Porque palabras hay, claro que
sí. Pero no corresponden a toda la
verdad. Ni tocan ni siquiera el dintel
de aquella puerta luminosa, que ella vió de repente, como si fuera una salida a
los infiernos.
¡Qué ceguera
sintió…!
Se vio sumida en
las entrañas de una boca de lobo, que la miraba desde adentro. ¡Y quién iba a entender…!
Mejor quedarse en
posición de loto, como le aconsejaba Kutur siempre. Cuando no puedas con tu ser, resume todo el
cuerpo y así recibes en la entrada que sí te corresponde. Si no, te puedes destrozar en uno de esos
vados, que no pueden pasarse sin las alas doradas.
Y ella se
“componía”, como le dijo la gaviota que se llamaba el acto de respirar con la
tensión debida. Pues ella respiraba sin
respiro. Así le había dicho, en ese día
en que la vio tendida en esa arena del Pacífico y suspiraba la oración de diosa
de los mares. Así la contempló, llena de
sangre en su plumaje blanco como los lirios de los valles. Y así ayudó a enterrarla. Con el suspiro azul de los que tienen la
armonía del vuelo de los seres que vienen a la tierra, para dejar belleza y
canto y luz de la alborada.
Por qué… no supo
nunca. Pero jamás preguntaría lo que no
había que preguntar, pues aprendió de todo, en ese viaje.
Tenía cinco años,
¿ves…? le repitió con tono dulce, como si no se lo supiera de memoria. Cinco años no son nada, realmente. Tú tienes muchas cosas que contar a las
muñecas, pero nadie te entiende. Si no fuera
porque la abuela la entendía y la escuchaba con la paciencia de Job, ella se
hubiera sometido a la rutina de la vida como los niños tontos. Esos que corren como desaforados y comen
porquerías, que les dañan los dientes y que los vuelven fofos, y que además no
saben decir ni buenos días, a la gente.
Son como animalitos…
Y ella no dijo
nada, porque no había nada que decir.
Entre las cosas que
más me impresionaron, fueron esos sonidos que Kutur me dejaba, como si fueran
caramelos o flores con mensajes, pues cada uno contenía una especie de
resonancia con diferentes calidades, le contó ella esa mañana en que comían
pétalos de rosa, pues eran buenos para los males de tristeza. Y no es que la tristeza se borre en un
momento. Es que las rosas son amor y si
uno las invoca con la velocidad de su presencia, entonces ellas te sostienen el
aliento y te dejan el aura como nueva.
Y no entendió ni
jota, por supuesto. Pero no había que
imitar a los despetalados, como ella los llamaba. Esos que tienen y no tienen. Los que respiran mal y anuncian madrugadas de
tibios resplandores, sin que ninguno de ellos tenga ni siquiera la fronda de
los árboles, ni la fiereza de la tigra, ni siquiera los duros resplandores de
un cristal de amatista. Esos no los oía
ni Dios mismo… Así le aseguró. Y ella no
se atrevió a contradecirla, pues las gaviotas saben lo que saben. Y cuando miran a la tierra desde su vuelo de
esplendores, no hay quien les gane en armonía, ni en pureza de ser, lo que se
debe ser.
Y en este caso,
ella, la gaviota, no se compadecía de los tontos. Los que no saben nada, porque les da pereza
de saber. Los que varían de caminos o de
paisajes, mejor dicho. Esos quieren pan
y pedazo y una papaya bajo el brazo… Así
le dijo… o algo así. Ella no contestaba,
ni preguntaba, ni respiraba, o casi… porque el sonido con que ella la encendía,
era como un volcán en erupción. Y no
sabría decir por qué se le ocurrían figuras de ese tipo. No era el calibre de la voz, ni tan siquiera
era el sonido de frecuencia dorada, como le dijo Kutur que eso se llamaba.
La “frecuencia
dorada”, es algo que se oye en el oído interno y no se reconoce en el externo.
Y allí quedó esa
explicación, como si fuera lo más sólido y lo más conveniente. Pero no.
Por supuesto.
Y ella volvió a su
tono de quietud, donde las olas iban y volvían y Kutur la animaba, para que no
se fuera a dedicar a la abstracción suprema, que era el defecto de quien no
llega a ver la cresta de la ola, cuando se cree ya dueño del océano.
Ser dueño del
océano, mi amiga, no significa que uno es “el-no- va-más…” como se cree la
mayoría, cuando se arrima a la vertiente de tibio resplandor. Porque creer no es conocer…
Y ella entendía y
no…
[1] Además, aunque el hombre no ha oído ni comprendido
realmente el mensaje de los sabios “conócete a tí mismo”, ha aceptado el
mensaje del intelectual, “edúcate a tí mismo”, y es más, entendió que el poseer una educación
le impone el deber de impartir su conocimiento a otros.
Creía saber y no
sabía. Pero no se arredraba, pues quien
no cruza el mar se arriesga a quedar ciego.
O algo así…
¿No sabes que
contar con alas de otros, es arrimarse a la candela sin protección
debida…? Sólo quien tiene el cuerpo
listo y la virtud de ser lo que se debe ser, cuando los vientos son hostiles,
podrá pasar al otro lado. Mientras
tengas las alas descompuestas, o sin la fuerza necesaria, o simplemente no te
arriesgas a conocer la altura y medirte en el vuelo y alimentar la máxima
tensión y conocer el revolcón de una caída a toda madre, y allí te quiero ver…
no vas a ser quien eres.
Claro que la
gaviota no hablaba en esos términos.
Ella contaba con esa voz de claros resplandores, que las gaviotas
tienen. Y decía las cosas sin decirlas.
Pero había que ponerle los sonidos correspondientes a nuestro vocabulario, y
eso no es nada fácil. Y ella dijo que
sí. Que ella se imaginaba que oír a una
gaviota era cuestión de oído refinado.
Porque por más que quiso oír, lo que tenía que oír, cuando el delfín le
aconsejaba que se dejara ir no más… que
no pensara en nada, ni se pusiera a ver esas películas que la señora de la casa
le pone a uno por las noches y entonces uno se desvela, no lograba cerrar esa
corriente.
La “señora de la
casa”, era esa maquinita que entiende todo, sabe todo, rechaza o cuenta, como
si fuera ella la que creara el mundo y los humanos nacen, crecen, se
reproducen, mueren… creyéndose ese cuento.
O a lo mejor era al revés… El
cuento se creía que era el dueño y señor de todo el universo y que era él,
quien dirigía toda esa pantomima… Así
opinó el delfín, que se dejó llevar por una ola gigantesca y ella le oyó la
risa sandunguera.
¡Qué manera de
reírse, ese delfín…!
Y qué manera de
nadar, entre los ciegos resplandores de los marjales de la muerte y los
marjales rojos, que eran los que contaban en el momento de la verdad. Por más que cierres las compuertas de las
zonas dormidas, ellas regresan siempre, siempre…
Así le dijo Kutur,
que le explico que los marjales rojos, contenían el secreto de los mares y no
tenían dueño. O mejor dicho: tenían y
no… Pero los seres de la tierra jamás
conocerían esos secretos escondidos, en los corales y en las algas. O al menos unos cuantos, de los que tratan de
encerrarse en los poderes de las aguas, deberían cruzar tres veces las veredas
de los amaneceres de la Muerte, si querían contar cómo viven los que sueñan con
los amaneceres de la Vida.
Y con eso la dejó
más despierta que nunca. Porque cuando
él dijo: “… y si no crees en ello, de todos modos ello existe… no hay que dudar de lo impensable, porque tan sólo
lograrás dudar de tu esplendor en zonas de Verdad…” ella sintió como una
piquiñita en la columna vertebral: Así… quiso explicarle, y le tocó la espalda
en un sitio escondido, según dijo, que era el que nos despierta para
siempre. Y no sabría contar el resto,
sin parecer sabihonda. O mejor dicho:
sin desatar envidias de las malas, como decían las viejas de su pueblo.
Porque en ese
momento, en que ella le pasó la palma de la mano por la vértebra cuarta, de
arriba para abajo, ella vivió aquel resplandor que dicen que se ve cuando uno
sueña con los ángeles. ¿La viste… no? le
preguntó, con la risita suelta y ella no quiso ni negarlo, ni abrir esa
compuerta, que la llevaba a la aventura de ser su compañera para siempre.
Sería medir esa
distancia, que dicen que es la puerta última.
Y mejor no arriesgarse a desatar cosas ajenas. Pues nadie tiene las plumitas que tienen las
gaviotas, además…
La gaviota miraba y
no miraba, midiendo esa distancia que tienen los que saben volar en las
alturas, sin miedo a las corrientes de los vientos, ni a las corrientes
submarinas. Pero ella no. No se lo dijo. No musitó ni una palabra y sólo se escondió
en la duda de los necios, como lo vio más tarde, cuando recuperó el coraje, que
Kutur le exigía.
¡Cambia de ritmo y
sube la mirada…!
Así gritaba Kutur,
nadando en medió de las crestas de las olas y conduciéndola sin tregua y sin
clemencia, por entre las corrientes de los mares antiguos y los mares de
corales, que ahora ardían como el fuego.
¿Cómo me voy a
abrir a esta medida ciega, si yo no sé si estoy soñando, o simplemente vivo el
esplendor de un cuento que alguien me contó, en una noche de tormenta, cuando
tenía cinco años y comprendía todo sin preguntar siquiera ni el por qué, ni los
cuándo, ni cómo…?
Y perdió el norte,
es cierto.
Se vio desamparada,
cubierta por la oscura, que la condujo despacito hasta la misma puerta y allí
la vieron los delfines, los compañeros de aventura, que le trajeron agua
fresca. Le dieron frutas y una flor, que
todavía conserva.
¿Conservas una flor
que viste en sueños…?
Y ella que sí. Que todo era posible…
Porque era sueño, y
no.
Cuando ella alzó
aquella dolencia, en aquel día aciago y la cubrió de besos, de caricias, la
alimentó con el aliento, pero no le bastó, pues ya la muerte había decidido que
la quería como presa. La gaviota le
dijo, suavecito:
No
esperes que yo vuelva a recorrer la tierra.
Mi vuelo terminó. Y ahora tú,
tienes que hacerlo.
Y ella sintió en su corazón esa verdad inquebrantable. Sintió que la mentira no le servía a
nadie. Que la piedad era un encuentro
con el dolor divino y que aquella gaviota, de plumitas rojizas por la sangre,
era la víctima suprema.
Así le pareció.
Pero no dijo
nada. No respondió a la muerte, que era
quien tenía la batuta en la mano.
Siempre la muerte gana, decía la abuela muy quedito, mientras bordaba
que bordaba… Pero a mí, no me
importa… Yo tengo lo que tengo y lo que
soy, no me lo quita nadie…
Palabras
extrañísimas, que ella nunca entendió.
Pero de pronto
comprendía, lo que le dijo la gaviota y los decires de la abuela. No sabría por qué lo comprendió. Pero era un grito agudo allá en el corazón,
de la gaviota suspendida, en medió de su vuelo, y de ella, que empezaba la
brega de la vida.
¿Y por qué yo…? se
dijo. Yo apenas soy una niñita que juega
con un oso de peluche y que no tiene lágrimas secretas. No tengo ni siquiera dolores permanentes, ni
tengo un relicario para dejarle un día a mis nietos, o sea: no tengo
historia. Cómo van a querer que yo
comience un vuelo que no me pertenece.
La gaviota es un ser que vuela en el espacio y yo no alcanzo ni siquiera
a remontarme ni un centímetro, y ojalá yo pudiera...
Y en esas se sintió
volar en el espacio…
Fue un remontarse
lento y dulce. Veía las nubes que
pasaban, en forma de mariposas, o en forma de murciélagos y se dio cuenta de
todo, de repente. Todo era igual aquí y
allá… le dijo un día la abuela, y ahora lo veía, tan claro como el viento. Y no es que el viento fuera algo que uno
pueda decir que es elemento duro, o sea, visible. Más bien es la impresión que el vuelo
producía, lo que la hacía creer y ver, en lo que nunca había creído. Pues desde arriba, o sea volando en el
espacio, las cosas cambian. ¿Sí o no…?
Y entonces ella
dijo:
No sé. Nunca jamás se me ha ocurrido, que uno pueda
volar sin tener alas. Tal vez los
ángeles…
Los ángeles no
vuelan, mi querida niñita. Ellos son luz
de LUZ. Ayuda permanente. Funcionan en las zonas de esplendor invisible
y lo que ha sido una ilusión, son sus famosas alas… Ellos no tienen nada que los haga volar, como
la gente piensa.
¿Y entonces, cómo
crees que ha sido todo el cuento…?
¿Qué cuento…? dijo
estremeciéndose, en estertores de agonía.
Su vida se le iba. No la podía
salvar de ese destino, que fueran dos zambitos que un día habrían de verla
aterrizar en esa playa del Pacífico, con esa magnitud y esa hermosura que una
gaviota tiene en su tensión sublime, que son dos alas blancas, blancas, como la
luz de la alborada, y allá se dirigieron.
A matar por matar. A regodearse
con la sangre de quien no tiene culpa de nada más que su belleza y su misión
dorada, en este mundo.
Porque si los
muchachos no columbraron nunca, que lo que iban a matar era dulzura y armonía y
vuelo en esplendores de luz desconocida por la raza de donde ellos provenían,
ella sí lo sabía. Y comprendió que nunca
jamás iba a volver.
Porque los seres de
la tierra no tienen compostura, como no tengan la conciencia en el tono debido.
Y ella entendió el
destino, de una gaviota dulce y malherida por tanta incomprensión, que tienen
los humanos. No era el garrote, en
realidad, lo que la había dejado allí tendida, cubierta por su sangre, que
clamaba a los cielos compasión. Porque
ella era eso. Su vuelo y su armonía, no
respiraban otra cosa. Su Ser Gaviota,
era la Esencia. Así explicó, entre los
suspiros más tiernos y más largos que ella jamás había escuchado, en toda su
existencia de cinco años.
La Compasión, es la
Armonía, que habrá de producir un día el resplandor de quienes como yo, esperan
y conocen…
Y allí, se
despertó.
Ahora o nunca, dijo
Kutur, que la observaba muy tranquilo, salir de su ilusión en forma de cuento
de hadas. No tiembles, muchachita, que
el canto no ha empezado. Ahora vas a
ver, lo que no habías visto ¡en to-da-tu-existencia…!
Y trepidaron esas
luces en el fondo marino y comenzaron a moverse esos marjales rojos y a ella le
pareció que aquello era el fin del mundo.
Los estudios
marinos han sido puro cuento y la tramoya de la Ciencia, no logra aniquilar los
estertores, que ella misma produce.
Entierra la verdad y decide la muerte de las cosas. No sabe lo que hace. Y si lo sabe, miente, con cara de quien sabe
lo que sabe y no quiere decirlo, por miedo a represalias.
Si la Ciencia
supiera lo que dice saber, no estaría el mundo como está.
Así la llevó Kutur,
como a una niña ciega, que quiere estar donde no puede estar y al mismo tiempo
acusa la añoranza, de su casita y sus muñecas.
Y así le iba explicando. Con las
palabras sin palabras que ella sentía en el corazón, donde ponía toda la
fuerza, pues sino se iba a doblar, como una rama de mirto. Y no era que los mirtos no fueran muy
hermosos, sino que había que estar en el sitio preciso y oír con los oídos
interiores, pues los externos oyen muchas cosas, que ni siquiera existen.
Y entonces ella
supo, que la añoranza es cosa de tontos.
De caminantes sin bastón. ¡Y a
quién se le ocurría…!
Caminar sin bastón
es como oír sin el oído y ver con ojos de cristal… estaba ella pensando, cuando
él la sacudió, con esos ramalazos de su cola con que señala el norte, algunas
veces, o muestra los espasmos de las zonas dormidas, como Kutur dice que se
llaman.
Las que tienen
dominios de esplendores antiguos y un cierre de diamante.
Así le diseñaba el
delfín con su cantido, que era como el mismísimo cantar de las estrellas en la
noche, el curso de las cosas. O el ritmo
de la vida. Así le pareció.
Pero no había que
sacudir miserias y dolores enfrente a los extraños. Mejor dejar que aquella historia continuara
su curso, de esplendores nocturnos y de delicias diurnas, sin contar con
testigos.
Y allí cerró la
boca, para siempre.
¿Quieres decir:
cerró la boca la gaviota..?
O cerró el pico…
La Gaviota no
hablaba, mi querida soñante de sueños imposibles. La Gaviota era un rezo. Una oración constante, desde mi corazón, que
palpitaba al ritmo de su aliento aterido, y no sabría cómo explicártelo, sin
devolverme a ese momento de terrible ansiedad, con que la ví dejar la tierra,
pues se fue despegando, como si en vez de un ave fuera una semilla, que se
desprende de una flor.
La ví desvanecerse. La oí contar sus sueños a las nubes. La miré descender, volar al paraíso, y su
mirada era la misma de los niños que miran a la madre cuando sienten peligro y
necesitan sus caricias. La ví, y no la
ví… si quieres que te diga la verdad.
Pero a esas
alturas, a nadie le importaba.
El sueño de
gaviotas, o el sueño de una niña de cinco años, que no sabía distinguir entre
“miradas ciegas” y “miradas oblicuas”, como decía Kutur que “eso” era, no era
de su incumbencia, al fin de cuentas. Lo
importante, era el ritmo del sonido. El
ritmo de su cuerpo. El vaciarse de todo
lo que no fuera el navegar en aguas tropicales, y entonces comprendió, que
ahora nadaba por nadar. Que no tenía que
seguir la historia de la gaviota, con la misma frecuencia con que ese día la
siguió, mientras la voz de mirlo, dulce y penetrante, la sacudía por fuera y le
dejaba adentro ese fulgor.
Porque fue
así. De nuevo lo recuerda. Y de nuevo la invade esa ternura, que la dejó
pensando en risas de criaturas y aromas de lavanda, cuando la realidad era otra
cosa.
“La realidad”, no
existe… oyó la voz de Kutur, que en
medió de una cresta de una ola gigante, se columpiaba y se reía, con ese acorde
magno, que sacudía el mundo.
No hay que pensar
en realidades, que no tienen memoria ni constancia. No existen armonías, ni existen paradigmas,
ni tan siquiera existe el pan, si uno no puede imaginárselo, primero…
“Primero estaba el
mar…” se recordó. Pero no supo dónde,
estaba escrito. O mejor dicho, dónde lo
leyó… O dónde lo fijaron, los que
encontraron la ecuación de la Leyenda áurea, que fue la que explicó el comienzo
de las cosas. Y a lo mejor me lo
entregaron los que conocen los secretos de la tierra, y no lo comprendí sino
más tarde. Así se lo contaba… y ella en
mutismo puro.
Sin razonar, ni
recordar, y sin mover ni un ápice su centro, que era el comienzo de la agonía,
al fin de cuentas. Porque, si no… no se
explicaba cómo podía resistir aquel ir y venir: del mar, a aquel cantido de
pájaro… y vuelta al fondo de las aguas… y de nuevo, la historia de la gaviota.
Kutur no estaba
allí. O mejor dicho: estaba su presencia
de dorado esplendor, como también estaba el agua. La cresta de la ola. La esencia de la esfera, donde ella lo veía
girar y más girar, como una tómbola de feria.
Lo que no estaba,
era la historia. Pues eran sólo frases
inventadas por su cerebro activo, en zonas turbulentas, como explicaba alguien
que nunca conoció, ni nunca lo vivió, ni por supuesto imaginó lo imaginable y lo
inimaginable, por falta de verdad. Así
de cierto. Y así de tonta era la gente…
Pero ella no sabía,
en realidad. No quiso imaginárselo, y sin
embargo allí lo estaba “viendo”, como se ven esas películas donde los niños
juegan con muñecos que hablan como gente y pájaros que vuelan con motores por
alas y una gran sarta de bobadas… como decía la abuela, cuando observaba de
reojo esa pantalla abierta al espejismo.
No creas en
verdades que no te pertenecen, era el consejo que le daba. Y ella asentía, obediente, pues nadie le
ganaba en la virtud más desigual de todas las virtudes.
Nada es igual a
nada… recuérdalo en los casos en que la
luz de tus pupilas dibujen los paisajes, que antes habías recorrido, pero sin
ver esos detalles, que sólo se descubren cuando éramos pequeños. Y allí ella hizo una pausa, pues el calor era
agobiante. El olor a cayena y a salitre,
la estaba emborrachando y sobre todo aquel dolor, cubriéndole la espalda, como
si fuera ella… y no aquella gaviota, la que tuviera rotas las alitas y cubierta
las patas de una sangre grumosa, oscurecida… y entonces, se acalló, de repente,
la voz del pájaro cantor.
¡Muéveme hacia el
oriente…! oyó la voz de tierno resplandor, que desaparecía, entre el oscuro
círculo, que aquella historia iba formando y la ansiedad que a ella la andaba acogotando,
como si fuera una medida que no tuviera tiempo, ni imágenes, ni nada
consistente. Sólo un rumor quedito. Un suspirar de una criatura herida por la
muerte, que ya la recibía en su morada quieta y dura, como decía la abuela, que
era eso.
Te mueres, y entras
en la región de seres duros. Todo es
inerte, aseguró aquel día, en que el abuelo dejó de respirar y ella lo estuvo
vigilando, un día y una noche, pero él nunca volvió.
El abuelo quería,
que lo enterraran en el patio, y nunca más volvieron esos pájaros, con que él
hablaba en las mañanas. Ellos silbaban,
mejor dicho, y el abuelo también. Se
armaba entonces un concierto de magnitudes únicas y la abuela decía: “ahí anda
el mundo navegando en silbos de sinsontes ¡bendito sea mi Dios…!” Y ella no supo nunca, por qué era que el
mundo “navegaba”, ni nunca preguntó.
Pero aquel día, en que todo amaneció como si el patio se hubiera
trasladado y los pájaros también… y el abuelo perdido, en la región de seres duros…
ella lloró y lloró sus ojos. Jamás
volvió a sentir, lo que sentía entonces, cuando el abuelo hablaba con
sinsontes, y respirar no era un misterio.
Porque misterio se volvió, a partir de ese momento.
Nadie le había
dicho que si uno se moría, era porque se le había olvidado respirar. Cosas así… que fueron componiendo el mundo en
que vivía, el aire fresco de las mañanas y caluroso por las tardes, el tiempo
de caramelos y el tiempo de regaños. Y
un día llegó aquel tiempo de aprender, y la llevaron a la escuela.
¿No sabes qué es
morirse…? le preguntó una niña, de cachumbos dorados y risa de cacatúa. Porque se rió y se rió, cuando ella dijo, que
la muerte era un viaje a la región de cosas que nunca se movían, y en realidad
la abuela tuvo siempre razón.
La gaviota era una
cosa inerte, en su regazo, y por más que trató, no logró nunca que
volviera. Igualita al abuelo. Con la mirada fija fija… El cuerpo yerto y
silencioso, como sentía ahora el suyo.
Tiempo de heridas,
le dijo algo, adentro de ella misma, pero no las lograba restañar.
Ni alcanzaba aquel astro refulgente, que dicen que uno ve, cuando ya
está de vuelta. ¿De regreso…? pensó desde muy lejos de su cuerpo, y se
alegró de haber dejado de existir. Algo
en su ser cantaba. Así recuerda.
¿Te moriste…?
Yo no… Fue en un
instante de delirio, que ví y no ví, el famoso “más allá”, que en realidad, es
“más acá…” según me pareció, cuando por fin abrí los ojos y me encontré
desnuda, como ahora, mirando el cielo azul profundo y en mis manos el cuerpo de
la gaviota.
Y no le dijo
más. Siguió observándola, despacio, como
quien mide la distancia entre el astro solar y sus zapatos. La gente es rara, se le volvió a ocurrir, y
ella quedó en un círculo vicioso, donde las cosas no eran cosas, la gente no era
gente, los árboles tampoco eran los árboles ¡y allí te quiero ver…!
¿Y entonces… dónde
estoy…?
En la “mirada de
Dios”… fue la respuesta de alguien, que
ella no pudo ver jamás. Como tampoco
pudo descifrar, por qué de ese color azul marino, que comenzó a ascender del
piso de roca y la cubrió de olores.
Algo mohoso, salitroso, que se le fue adhiriendo, como una costra
perniciosa y entonces decidió que iba a salir de allí. De aquel oscuro pasadizo, entre la muerte ajena
y aquella historia absurda, que alguien seguía contando, como si a ella le
importara.
Muévete al ritmo de
tu centro y no dejes de mirar, lo que no tienes que mirar, le gritó alguien
dentro suyo ¡y hay que ver…!
La gente le
gritaba, o las cosas se movían, o aquellas olas amenazaban con moverla de su
sitio, que ni siquiera tenía espacio, pues se sintió de nuevo caminando por los
aires, y la gaviota conducía…
Era un dulce
delirio de miradas profundas, como le dijo Kutur luego, cuando volvió de
aquellas zonas de prodigio, donde todo brillaba y todo la abrazaba, con el amor
más amoroso que ella había respirado, en toda su existencia.
Claro que a los
cinco años, uno no tiene un cuerpo que pueda responder, a todo ese clamor de
amores imposibles, o amores descentrados… como le dijo la gaviota, que le
ordenó que se moviera con premura. Que
la noche caía, y que si no se despedía de los olores prohibidos, de la
melancolía de las flores y los gritos de niños perdidos en el bosque, ella
también podría perecer.
¡Perecer…! ¿Y por qué…?
Pero “por qué”, no
eran vocablos conocidos, en esa ruta ardiente por el que ahora navegaban: Kutur
con su silencio empedernido y lleno de goticas, que le dejaban un sonido de
fluidos azules en el lomo, y la gaviota con su canto, de dulce melodía y ritmo
diónico y sincrónico, como supo después, que aquella resonancia se
llamaba.
Los dioses
prohibieron que dijéramos cosas, que no tenían que decirse. Que no podría la raza de animales, conocer a
destiempo. Y entonces le explicó, que
todo eso que ella contemplaba, desde el balcón, pasar y más pasar, como si
fueran a la guerra… pues así era ese desfile de seres atontados,
desvertebrados, anulados, que caminaban, porque veían caminar… era una falsa
falsedad. O algo así… le pareció que le
explicaba.
Porque en verdad,
lo que le dijo, con aquel silbo de presencia de luz y de armonía seductora,
como jamás de los jamases se había pensado que existiera: o ella jamás pensó…
fue, que la gente… ¡no era gente…!
Así de claro lo
entendió.
O como diría la
abuela: todo ese mequetrefe que anda creyéndose mi Dios, no es nada más que un
macaquito, con ganas de dominio en zonas prohibidas. Ni siquiera se pueden santiguar. Se cubren con el miedo de la ignorancia y
saben lo que saben…
Que no era
nada. O mejor dicho, cero…
Nadie podía
contradecir, cuando la abuela se reía con esa risa de volcán, que hacía que las
magnolias que no querían florecer, florecían ¡ipso-facto…! Y cómo hacía ella, para poder contar después
toda esta retahíla, sin entramar los hilos de todo aquel fulgor de sol de los
venados, que ahora se veía descender, mientras que Kutur le anunciaba:
¡Y ahora sí…
póngase cómoda en esta entrada, que vamos para el siempre, y allá… nadie ni
nada necesita de tanto perendengue…!
Que era el osito de
peluche, se imaginó, pues no podía con todo, era verdad. No se puede cargar con todo en esta vida,
sobre todo las cosas que ocupan un espacio, pero el osito era invisible… Jamás de los jamases, se imaginó que un día
de éstos, tuviera que dejarlo en su rincón, sentado en su sillita, que era una
copia de la sillita de mimbre de la abuela, que le decía siempre que la veía
mimarlo mucho: “no mimes a ese oso, que un animal, será siempre animal…”
Y la dejaba fría…
Y entonces lo
soltó. Como también abandonó a la muñeca
azul celeste, que en el fondo de su alma, siempre había detestado. Le parecía un remedo inútil y enfermizo, de
aquellos animales que se llamaban raza humana, como le dijo Kutur… con voz de
trueno de los mares y risa de serpiente.
Y la cruzó, como se cruzan los espacios, que no tienen corriente. Porque no consistía en conocer, o
despertarse, como lo ansiaban todos los vecinos que habitaban la tierra y se
creían los dueños del tesoro, además de creer que el hábito corpóreo, con dos
pies y dos brazos y con cabeza de chorlito, les entregaba aquel derecho de
pernada, con que to-dos venían, y que tarde o temprano, querían administrar.
Y no entendió por
qué, aquellos discursos del hombre de la tierra, o sea aquel “vecino”… como
decía Kutur… pues ella andaba siempre mirándolos pasar, debajo del balcón,
cuando la tarde oscurecía y comenzaba la campana aquel “Ave María” y la abuela
gritando: ¡ahí van los mequetrefes…!
Ninguno piensa en nada, que no sea en comerse lo que pueda, pues el
estómago los manda…
Y el corazón se le
ponía a palpitar, de tanta angustia. Y
no sabía por qué… Kutur le parecía, a
veces, que era amigo de la abuela, o al menos eso parecía… pues las palabras de
uno y otro, eran como copiadas, más o menos...
¿De dónde iba a sacar ese delfín los cuentos de ese tono, con que ella
repetía sus grandes misereres y sus diatribas contra el mundo… que el diablo
había agarrado por los cuernos, y no lo iba a soltar, por culpa de mequetrefes
con cara de macaquitos…?
Misterios del
arcano, le dijo la gaviota, que se movió como una flor que ya comienza a
marchitarse y no puede con su alma, y ella le vio en los ojos el esplendor
vacío de la muerte.
¿Quieres agüita…?
le ofreció. Pero ella se escapaba hacia
regiones de misterio. Así se lo
explicó. Y entonces la miró, como se
mira a una niñita, que entiende los milagros porque los ve pasar delante de sus
ojos, sin preguntarse nada… y con voz de sinsonte le continuó la historia: no
hubieras entendido. Como tampoco
hubieras descendido, a esa región que la gaviota descendía, llevándose en las
alas, el secreto perenne de la vida, y dejándome sola, allí en la playa. Los zambitos mirándome de lejos. Partiéndose de risa, mientras que yo rociaba
el agua en esas alas, que ya no se movían, y el estertor de aquella masa herida
por el garrote de macacos, que amaban esa muerte… y la querían ver, con ojos
golositos.
Un mirar sin mirar,
así le pareció.
Un silenciar lo
dicho a otros, por miedo a represalias.
Porque nombrar la muerte en esa hora, en que el delfín cruzaba aquel
espacio y la llenaba de agua salitrosa, mientras que aquella voz seguía
contándole y contándole, desde otra zona de dolor, que a ella la tocaba como si
fuera una ponzoña de alacrán, no era lo justo.
Ni era cierto. Ella se había
soñado todo.
La gaviota, el
delfín, ese dejar la vida y devolverse, en círculos concéntricos, como la
historia misma, que ahora tiene que escuchar con cara de inocente… mientras los
ojos de la abuela se ríen sin decirle, que la verdad no miente. Que ella se sueña lo que quiere. Se dice… o no se dicen, las mentiras. Se acomoda en su silla mecedora, y regaña al
osito, cuando le da la gana.
¡O no…!
Y nunca supo
responderle.
Nunca jamás creyó,
que a los cinco años, se pudiera retirar aquel velo de ilusión, que todo lo
contiene y todo lo interviene, y casi nunca deja, que uno tenga los sueños que
uno quiera.
Pero los sueños de
los muertos, no son iguales a los sueños de los que viven, realmente.
¡De los que “viven
realmente…”!
Sí. De los que sueñan sueños imposibles y los
convierten en delirio, de fantasías tropicales…
Como éste que ahora
vivo, se dijo bajitico, no fuera a ser que Kutur le entendiera, o la gaviota
“viera”, con esos ojos pequeñitos tan llenos de nostalgia, tan llenos de
belleza, tan llenos de basura… que no le pertenece… porque ese mundo ya no es
de ella… Así le dijo Kutur, y así
era. Ella era sólo una mirada pequeñita,
entre los tumbos y retumbos, de macacos y leones. De fieras en exilio y fieras en las
jaulas. De fieras insaciables, que no
podían mirarse en el espejo de la vida, sin querer semejarse a los que tienen
más. O a los que pueden más. O a los desenjaulados, mejor dicho. Así pensaban “ellos”, como decía la abuela,
que siempre sentenciaba:
“Los unos más, los
otros menos, pero en esa angurria que ellos cargan, como un canasto lleno de
miseria… la hora de la verdad, les va a llegar de arriba.” Y ella miraba el cielo y no veía más que
nubes grises, o nubes blanquecinas, que eran cúmulos nimbus, según decía la abuela… y hay que temerles como a
peste, cuando uno vuela “adentro” de ellas.
¿Será que estoy
volando ahora, en un cúmulo nimbus…? se oyó pensar, más que decir, pues Kutur la
apretaba, de tanta cerrazón con que su cuerpo la inducía y ella callada y
no. Oscurecida y no. Quemante y hielo, mejor dicho. Y quién iba a saber, de dónde acá sacaba esas
imágenes, que le veían de “abajo”, pues ese “arriba” ya no estaba. Navegaba, seguro… Eso podía “verlo”, aunque los ojos no podían
ni abrirse ni cerrarse, y ella pensó de nuevo: debe de ser por ese cúmulo, en que ahora estoy metida, que
los ojos no ven y sin embargo miran… y en esas, la gaviota se sacudió de nuevo
y la miró otra vez, con esos ojos llenos de ternura. De amor inmarcesible. De suave calidad y de único esplendor, así le
pareció. Porque una vez que esa mirada
la circundó como una brisa, que te refresca el cuerpo en zonas de calígine,
ella vivió esa luz, que la dejó encendida, para siempre.
Las gaviotas
murieron. Son una especie reducida y
nunca más el ser humano podrá verlas volar, en las alturas vírgenes. La tierra sacudió lo poco que tenía y ellas
murieron de dolor…
Así decía alguien,
adentro de su cerebro…
¿O adentro del
corazón…?
No supo responderle
a aquella voz, con tono algodonoso, pues la escuchaba en medió de
fragores. Parecían batallas. O a lo mejor eran las olas que la cubrían, la
empujaban, y Kutur impaciente: que si no se portaba como una nadadora, de las
que un día cruzan el Canal de la Mancha, entonces ya podía irse buscando otro
amiguito, que le desenredara aquellas leyes de los mares y de los vientos
vespertinos. Que él no tenía paciencia,
con quien no tiene amor de los amores… Y
eso lo enfatizó, como cuando uno dice: negros tenés los ojos y yo me busco otra
quimera, mi estimada señora. O señorita…
Y la dejó plantada,
en medió a aquel tormento. O sea, a la
distancia enorme, que tuvo que correr, entre el gemido de la gaviota y el grito
de impaciencia de su amigo el delfín, y el grito de la vida… que le mostraba
cosas impensables. Porque, además ¡quién
iba a ver sin ver, lo que ella estaba viendo…!
¡Qué tal la
paradoja…! le comentó al osito, que se dejó sobar el cuello de peluche, y se
tomó toda la sopa, que era aquel caldo de repollo que ella detestaba, con todo
el corazón.
Detestar… detestar…
no se podía… plenamente, decía la abuela, en esas tardes, en que sonando el ángelus, se hacía la cruz y comenzaba su
letanía dulce, como el canto de un mirlo en un cerezo. Y aquel Ave
Maria, la dejaba sedienta de caricias.
Porque pensaba en esos ángeles, que pasaban muy raudos, en las palabras
de la abuela y ella quería mirarlos, mimarlos, hacerse amiga de ellos. Quién iba a sacudir esas alitas azulitas y
encerrarse en el nido de esas plumas, como se encierra uno en aquel útero,
mucho antes de nacer.
Y la abuela,
pregunte que pregunte… ¿de dónde acá sabías que uno llega de allí… del vientre
de la madre…? ¿Y quién te dijo esas
mentiras…? Y ella callaba. Se reía por dentro, porque la abuela nunca,
había pronunciado la palabra. Mentira no
existía, en labios de ella. Jamás de los
jamases iba a comprometerse a no entenderlo todo, porque todo era cierto, si
uno miraba bien las cosas. De todos
lados… Desde arriba hacia abajo… Y así
uno comprendía, que la “verdad” no existe.
Que quien la tiene a la derecha, pues allí puede guardarla…
¿Y de la izquierda,
qué me dices…? le preguntaba tímida, no fuera que centellas y rayos le
cayeran. Y la abuela feroz, feroz en su
mirada, pero muy quieta en sus acentos de voz sin resonancia, le respondía al
rompe: la izquierda es nada más que la otra parte. ¿Tú tienes cuántas manos…? ¡a ver…! las quiero ver… Y ella las levantaba, abría los dedos, uno a
uno, y contaba hasta diez…
¡Diez dedos y dos
manos…! Muy bien… Pues ya aprendiste la lección… Y ella, jamás le dijo, que la lección la
había aprendido aquella vez, que se quedó encerrada en el balcón y nadie vino a
rescatarla… pues nadie supo que ella andaba jugando al escondite con la muñeca
azul, que impávida, veía como la puerta se cerraba… pues claro, es celuloide
ese cerebro y no podía avisarle a tiempo… y entonces, ella tuvo un gesto
sorprendente. Se vió, de pronto,
levantarse, como si fuera de aire… y reclamar las llaves a los ángeles, que
esos días pasaban por su puerta, como si fueran vendedores de helados, o de
frutas, pues ella los veía, a cada rato, mirarla, muy curiosos… Son curiosos, los ángeles, abuela… le
comentó, sin comentarle, pues sólo un sonidito salió de su garganta, no fuera a
ser que le dijeran que ella inventaba cuentos, nada más por el gusto de
inventar. Y pues, no…
Cuando ella se
sintió volando por el aire como una mariposa y al primer ángel que pasó, le
pidió auxilio… pues ya eran las horas de comida y nadie la buscaba, y ella se
vió durmiendo en el balcón, donde pasaban cucarachas y toda clase de bichos con
antenas, el ángel la miró, con cara de no entender. Y entonces hizo el gesto, que ahora
comprendía… y que en ese momento, fue como un gesto muy normal, pues no pensó,
sino que actuó.
Se vió mover la
mano izquierda, como si fuera una bandera de aeropuerto, ordenando a un avión
que no girara a la derecha, sino que detuviera los motores. O algo parecido. Y el ángel la observaba, como inquiriéndole
en silencio alguna orden más, y entonces se acordó que la mano derecha estaba
allí… y que también tenía que moverse… y la movió muy suavecito, como cuando
uno ve una estrella que se cae, y sigue ese trayecto… y el ángel comprendió…
pues la miró con la sonrisa más hermosa de toda su existencia y dijo sí… con la
cabeza nimbada de esplendores y de alas de color azul de pavo real… y fue
después, que ella se vió, detrás de aquella puerta.
Había pasado al
otro lado, sin llave, sin tocarla…
Sólo movió las
manos, como quien da señales de bandera y todo se cambió… y ella volvió a pasar
la puerta de vidrio, y la muñeca quedó allí.
Sentada en el balcón. Muda de
asombro, como ella… que nunca dijo nada.
Nunca… Y ahora la abuela,
hablándole de manos… como si ella no
supiera.
A los cinco años,
el conocer es muy tenaz… le dijo aquella voz de melodía sublime… y ella dejó
que aquellas lágrimas que le quemaban las mejillas, le recordaran todo… Todo. O le borraran todo, mejor dicho.
No se puede acordar
de todo lo pasado. O mejor dicho, no
tiene ganas de acordarse.
Cuando Kutur le
dijo: o te acostumbras a estos aires de bonanza y respiras seguido el prana de
la gloria, o te derrumbas, amiguita. Y
era una vez que estaban decidiendo, si ella podía o no… con tanto maleficio,
que parecía inundarla, por las noches.
No dormía ni pizca. Las telarañas
en la mente son cosa seria, y mejor les vas pasando escoba, y reduciéndolas de
frente. No se puede pedir peras al
limonero. Y ella pensaba: ésto es
cuestión de acostumbrarse, a este lenguaje del delfín… y dejarme llevar por la
tensión debida, no vaya a ser que sí me arrastre la corriente, y allí te quiero
ver… Pero se acostumbraba, y no. Lenguaje más, lenguaje menos, no era la
situación de esas mañanas, cuando ella abría los ojos y bañada en sudor, se
recordaba de toda esa película, de padre y señor mío, en la que anduvo
sumergida, como si fuera un muñequito de celuloide, que no podía manejar ninguna
situación… pues los señores de los sueños, reducían la madeja, o la agrandaban,
la tensaban, y ella sudando, como un pollo.
Reducida a la nada omnipotente.
Cuando Kutur le oyó
aquella expresión, de “nada omnipotente”, que vaya usted a saber, de dónde
diablos le salió… pues no la estaba ni pensando, ni mucho menos la entendía… y
Kutur sulfurado: que de las noches, ya ni hablemos… Que todo en esta vida, se aprende, o
desaprende. Que si ella no quería saber
lo que tenía que saber, y no escuchaba a
la armonía de las corrientes submarinas, iba a tener que ver, lo que no había
que ver…
Y allí la
despertaba.
Y otra vez, y otra
vez, la eterna pesadilla. Ella cosiendo
telas de colores, como una condenada, que tiene que cumplir con cadena
perpetua. Y no tenían sentido aquellas
telas, pues no cumplían funciones aparentes, sino más bien colgaban de los
árboles. O se extendían en praderas de
grandes amarillos, donde no había flores, ni se veían pájaros. Ni tan siquiera mariposas… y ella pensaba,
¿dónde estoy…? como si fuera una cuestión de vida o muerte.
La vida en
permanencia, te va a mostrar los sueños de los otros, así que tú no te
preocupes.
Así le dijo la
gaviota, cuando ella la tenía envuelta en su vestido… que se cuajó de sangre y
de la arena negra del Pacífico… y ella no la entendió.
Sólo le vió los
ojos, de fulgor amaranto, y se sintió como desalojada de todo, alrededor. Y no entendió, tampoco, el por qué ella le
dijo, con esa voz de ruiseñor perdido en vendaval, pues se apagaba el eco de su
acento y demoraba mucho aquel sonido, en su llegar al tímpano… o a lo mejor,
era la eterna sintonía, la que no le llegaba.
Esa que tiene “dones escondidos”, como decía la abuela. La que no trae ni lleva… Y no se le deshizo jamás de la memoria, aquel
nombrar las cosas por su nombre. “El
sueño de los otros…” Así dijo…
Y ahora la
comprende. O mejor dicho, la intuye de a
poquitos. Le deja ver la orilla de
aquellos sueños tan ajenos y tan terriblemente separados de aquella realidad,
en que ella siente y vive, lo que no siente nadie más.
Porque “ésto”, es
exclusivo de quien no tiene historia, y no vas a entenderlo.
Así dijo el delfín,
dejándola sumirse en el profundo abismo de la ciencia de todas las
verdades. En el que tiene y no, todas
las apariencias de mentira. De
cualidades superiores y cualidades negativas.
De un elocuente hablar por decir algo, como esos ciegos que andan y
andan los caminos y no ven las estrellas, ni saben si es de día y sinembargo
siguen caminando… como si no tuvieran más destino… así se acuerda que pensó,
cuando ella la condujo hasta la orilla misma de aquel sueño, que bien sabía que
era ajeno, pero que tuvo que “vivir”, como si fuera suyo.
No te atormentes con los planos, que no se ven
a la distancia. Vuela derecho. Derechito.
Así verás, nomás, al Dios de los mortales que quiere divertirse, pues es
muy juguetón. No tiene consistencia lo
que hace, ni mucho menos lo que dice… El
juega, y nada más…
Y la dejó sembrada en miles de esplendores, que fueron
separándose, juntándose, vertiéndose, midiendo la distancia que no tenían
tensión azul, ni que la hacía sufrir de los temblores, ni los sudores de
costumbre, sino más bien la hacía volar… volar al infinito, como si ella
supiera, que “eso”, tenía consistencia.
Te vas a ahogar en las
preguntas, como no vueles en dirección contraria… le reprochó muy dulce, y ella
dijo que sí. Que haría lo posible. Pero en el instante en que se vio rodeada por
marjales de todos los colores y todas las especies de habitantes marinos,
sintió que el mundo se quebraba. Que
estaba sola en el planeta. Que nadie más
iba a entender, cuando ella lo contara.
Que era un saber inútil. Así le
pareció.
No te manejes en el
fondo del agua, como si tú fueras la única en su género: es seña de
egoísmo.
Así le dijo Kutur,
que la miró con compasión, pues la extensión de su mirada, no daba ni un
centímetro. O sea, no se expandía como
debía de ser, ni se metía por “dentro” de las olas, como era convenido, ni tan
siquiera era una mirada de “esplendor reducido” ¡por Dios y por la virgen…!
hubiera dicho aquella abuela, que ahora quién sabe dónde está.
La hubiera
conminado a seguir al delfín, con los ojos cerrados, “mirada o no mirada”: eso
se piensa luego…
Y ella dejó, que
sin los ojos mirando al infinito, como vió a los demás… que se dejaban
arrastrar por la corriente eterna, sin preguntar ni cómo ni en el cuándo… se
produjera ese “milagro”, de la “tensión sublime”.
Mirada o no…
ceguera o no… uno es lo que es, a la hora de la verdad. Y lo demás eran pamplinas… O mejor dicho, bobaditas de niños o de niñas,
que no conocen tan siquiera las primeras lecciones de la “nada nocturna” y
quieren ya volar, en medió a los marjales.
O al ritmo de las águilas. ¡Y a
dónde se había visto tanto filipichín creyéndose un arcángel…!
¿Arcángel…? se
acuerda que pensó, en medió a esa vorágine de fuego abrasador, que se había
vuelto el mar, en que ahora navegaba… por guardián un delfín… que la apremiaba
a “ser lo impenetrable…” como si ella fuera un dios, o sea: una diosa
vengadora, igual a aquella que había visto en unos cuadros muy antiguos… y que
recia y altiva, cabalgaba en leones o montaba las tigras, como si fueran ponies. ¡Mi Dios misericordia…!
¡Cabalgar en
leones…!
Y la gaviota dijo,
con voz de ruiseñor, que ya mira la aurora y sabe que es la hora del adiós:
leones no han de ser los que tu vas a cabalgar, pero mejor te sirva de lección,
esa señora tan hermosa, y tan llena de brío…
No hay quién pueda con ella, a la hora de las batallas…
Y batalla, era
ésta…
No le cabía ninguna
duda.
Y si te acuerdas
del pasado ¡que sea como Dios manda…!
No solamente por
decir que sí, que te arrepientes, o que te partes de la risa, de tanta
chambonada y tanta necedad, que en todos los caminos uno inventa, por no tener
nada mejor que hacer… como decía la abuela…
Que enredaba los hilos, templaba la tambora,
recocía lo cosido y la miraba fijo, fijo, como si fuera ella la que tenía que
hacer ese bordado.
Mejor dejar el hilo
tenso, por si acaso.
O sea, dejar a la
memoria que se acuerde, de a poquitos, pero guardando siempre el margen de la
duda. Sin repetir lo andado. Sin devolverse, mejor dicho. Porque mirar atrás, no es cosa que se pueda
intentar, sin detener el sol… al menos.
Y ella pensó: ¿Yo… detener el sol…?
Y entonces, lo sintió.
Era como los
huracanes en invierno.
Como un salir a la intemperie,
en plena zona helada, y sin nada más que los zapatos. Como nevada en el verano. Y estaba en esas, mirando donde no era y
dejándose arrastrar por todo ese periplo que no pertenecía ni a su memoria de
antes, ni mucho menos a la acción que le tocaba ahora resolver, cuando la vio
volverse… despacito.
La contempló en los
sueños de los otros, y la miró de frente, sin que ella la acogiera como su
antigua amiga. Más bien era una sombra
de su sombra, que le pasó de lado, y ella no permitió que su estupor la
traicionara, pues se acordó, de pronto, de que los sueños de los otros no son
lo que tú crees sino, más bien lo que ellos piensan. Lo que fabrica el inconsciente, de aquella
masa colectiva, que sueña, se divierte, escoge o privatiza, deshace y mira
hacia la nada, cuando las cosas son reales y en cambio olvida, desbarata,
cambia de norte a sur la rosa de los vientos… que se mueve sin rumbo pues nadie
la acolita. Nadie la sabe dirigir.
Y ella se dispersó,
en ese momento cumbre. No podía con su alma, de tanto tránsito de esferas y
zonas de peligro, como le dijo Kutur que se llamaba “eso”, donde estaba.
Estás en la
“armonía de la fracción divina”. Así la
bautizó. O a lo mejor era verdad… y ella
se estaba imaginando que Kutur inventaba los nombres de las cosas, para dejarla
lela, y nada más.
Las cosas tienen
nombres que nadie se imagina, porque nadie conoce los alfabetos siderales, ni
mucho menos cuenta con esa diónisis galáctica, que desamarra to-do lo creado, y
lo somete a la tensión de nuevas extracciones.
La ciencia de las cosas, no ha sido descubierta, porque el humano es
ciego. Y es sordo, por demás…
En la función
nocturna, que es donde ahora estás, las cosas no son más que un redundante
hacerse, y deshacerse, sin que nadie conozca la rueda que detiene… o la rueda
que lo avanza. Y así, la dirigió, con
paso de vencedores, hacia “la nada de la nada”: como él le dijo… que aquella masa azul, que se veía avanzar,
como una tromba, y parecía venir de la mirada misma de esa diosa, que cabalgaba
en tigras y leones, se llamaba… en “la diónisis galáctica”.
¿Y dónde estoy que
no despierto…?
Porque no era la
zona de esplendor, que la gaviota navegaba, con su dulzura mansa, y sus ojitos
de quien conoce el rumbo de la muerte y el vuelo de la vida, sino más bien un
esplendor “de zonas concentradas”, como explicó más tarde.
Y ella no
respondió. Ni dejó de pensar, que todo
el sueño de los otros no le pertenecía, y sin saber por qué, andaba sumergida
hasta los mismos tuétanos, en el rigor nocturno de los demás. O sea, de aquella voz, que le contaba, con su
silbido de pájaro, y la obligaba a recordar esa memoria de nadie, pues no tenía
por qué. Y entonces decidió, lo que
pensó una vez, que sería un imposible… pues cuando aquella imagen se descargó
con la vehemencia de quien no tiene centro y todo puede ser posible… ella la
dirigió, como quien tiene aquel cordel, que hace volar a una cometa.
Lo distendió
primero, luego le dio comienzo a aquel descenso fabuloso, donde ella conducía
con la pericia del navegante que conoce los mares en calma y en tormenta, y
dejó que la nave se redujera, al fin. Se
estacionara en esa orilla, donde las aves vuelan, los árboles florecen, los
lagos tienen agua cristalina y mariposas y ardillitas hacen cabriolas y
salticos, y ella, por fin, pudo soltar aquel timón.
¡No puedo más…! se
acuerda que le dijo, con aire levantisco.
O me desatas de este sueño, que me dejó colgada en el mirar de diosas
iracundas, que latigan leones y rugen como tigras, o me suelto a mis anchas.
Y la dejó que se
soltara.
Que se riera y se
riera, como si todo fuera un cuento de viejas y ella la que inventara tanta pantomima
y tanto ir y volver, a zonas de peligro, porque peligro era ¡mi Dios misericordia…! Pero la abuela, no la quiso mimar, como otro
tiempo. Deja que el oso de peluche
madrugue con sus penas… y no te pongas de gran consoladora, fue todo lo que
dijo.
Y entonces
comprendió. O mejor dicho, redujo la
memoria a cuerdas destempladas, no fuera que el violín que salpicaba melodías
de todos los colores y todos los sabores, la fuera a despertar en pleno sueño
de nadie.
Pues sueño de nadie
fue, créanlo o no…
Auroville –India-
-Enero 16 - Septiembre 13, 2001-
Arathía
Maitreya, es una escritora profesional, que habita en el Planeta Tierra, desde
1939.
Sus "Cuadernos", de "tensión de Nueva
Conciencia", prosiguen la búsqueda, que inició a través de su trabajo
narrativo, poético, teatral y de ensayo, como Albalucía Ángel.
Ahora,
después de un largo silencio, entrega al público esta colección de cuadernos
-que en manuscrito y sin tachaduras ni enmiendas de ningún tipo- estuvieron
"cerrados", hasta el presente, por decisión personal.
Su
trabajo literario, como escritora colombiana, es reconocido internacionalmente.
C’est
un mentor, cette Conscience. Elle sait,
mon petit! elle sait des tas de choses que les hommes ne savent pas!
Tout ce qui se passe dans les gens, leurs réactions,
les mouvements. Et puis
c’est en rapport avec les oiseaux, c’est en rapport avec les fleurs –ils
respondent, les oiseaux respondent trés bien… Vraiment, c’est interessant, on
pourrait écrire des choses trés interessantes, mais il y en a de trop![1]
La
Mere (AGENDA, 69)
[1] Es un guía, esta Conciencia. Ella sabe, mi niño! ella sabe un montón de
cosas que los hombres no saben.
Todo lo que ocurre entre la gente, sus
reacciones, los movimientos. Y además,
está relacionada con los pájaros, está relacionada con las flores –ellos
responden, los pájaros responden muy bien…
Realmente, es interesante, se podrían escribir un mundo de cosas muy
interesantes, pero ya hay demasiado.
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